Un recuerdo de la niñez,
el violinista y su perro
El violinista |
Hacía tiempo que veía a aquel hombre. Siempre
estaba sentado con su violín en su taburete, en la calle Loyola, delante del
mercado de San Martín. Palas no entendía mucho de música clásica, pero hubiera
jurado que aquél viejo era el mismo Paganini. A veces, cuando no había mucha gente
paseando por la zona, solía pararse delante escuchando su magistral
interpretación. El perro que le acompañaba, un animal de gran tamaño, cerraba
los ojos con deleite cada vez que su dueño acariciaba el instrumento sacando
aquellos acordes que tanto placer parecían producirle. Podría decirse por el estado
de sus costillas que aquel era el único alimento que el fiel acompañante
recibía del viejo. Al término de cada pieza, el gran can abría sus ojos y
miraba a su maestro con total veneración. Era un perro con suerte, no podía
haberle tocado un amo mejor.
En alguna ocasión, Palas, tras disfrutar del
pequeño concierto, le había dado algunas monedas. La respuesta del viejo
siempre era la misma: “Grasias”. Una mirada profunda desde unos ojos verdes que
hacían juego con los del perro. Eran dos
almas gemelas.
El perro del violinista |
Aquella mañana, antes de ir a “Marianistas”,
pasó por delante del violinista, pero ese día el instrumento reposaba junto a
su intérprete, silencioso. El perro, con una insólita mirada perdida, apoyaba
su cabeza en el muslo del anciano.
Pocas horas después y no pudiendo contener su
impaciencia, pues un extraño pálpito se había instalado en su corazón, no quiso
evitar salir a hurtadillas del colegio por la portería, y acercarse hasta el
emplazamiento habitual de la extraña pareja. Había un pequeño tumulto en el
lugar: guardias municipales… Vio como
entre dos personas levantaban el cuerpo inerte del concertista. Tras tumbarlo
en una camilla, y cubrir su cuerpo y su
cara con una sábana, lo introdujeron en una ambulancia. Pocos minutos después,
ésta partía ya sin ninguna prisa, sin luces ni sirenas.
En la acera, junto al mercado, quedaron: el
violín, el taburete y el noble animal. Palas miró con angustia al perro que en
ese momento cruzó con él su mirada, al instante una voz sonó en su interior:
—“No te preocupes, el viejo ya estaba cansado
y confundía algunas notas, ahora descansa en paz. Yo soy joven, pronto
encontraré a otro músico”.
Palas volvió al colegio mucho
más tranquilo. A partir de aquél día, al hacer el camino de las mañanas, nunca
volvió a cruzar la calle Loyola.
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