Cruzaron la frontera por la autopista y ahora
estaban en la localidad vasco francesa de Anglet. Una larga playa cortada por
varios espigones que se extendía desde el faro de Biarritz hasta la salida del
rió Adour, ya en Bayona, era el principal reclamo del municipio. En torno a
ellos, se encontraban aparcados varios coches y furgonetas, con jóvenes
cargando y descargando sus tablas de surf; otros, embutidos ya en sus trajes de
neopreno, se dirigían por el camino hacia la playa.
Tuvieron
que entrar en un túnel realizado con chapas metálicas para atravesar la duna
que ocultaba la vista de la playa desde la carretera. Al salir del túnel,
subieron un tramo de escaleras de madera, y la inmensidad del océano Atlántico
apareció ante ellos.
Varios
kilómetros de arenal, en el que el sonido de las potentes olas, que rompían
acompasadamente, ponían el fondo musical al espectáculo. En diferentes puntos
de la playa podía verse a surfistas bailando con maestría en montañas de agua
superiores a los tres metros.
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