—¿Has aprovechado el tiempo mientras
esperabas? —le preguntó el cura.
»San Francisco podría ayudarte a mejorar la
relación con tu padre.
—Estaba admirando las pinturas del techo
—mintió Palas.
—También está representado nuestro patrón,
allí, en el centro de la ojiva del presbiterio.
El cura señalo el punto en el que se veía la
imagen del santo predicando con los brazos extendidos.
—La fe hay que alimentarla —insistió el
fraile.
—La mía no parece tener mucho apetito.
—¿Cuando fue la última vez que te confesaste?
Eusebio mantenía el asedio y Palas empezaba a
sentirse incómodo.
—No insista, yo ya tengo mi propio negocio,
la ferretería.
Palas quería zanjar ya el asunto.
—No solo de pan vive el hombre —saltó al
instante Eusebio, como si ya esperase la respuesta.
—El corazón de los hombres tiene muchas zonas
de oscuridad y nuestro negocio, como tú insinúas, consiste en vender lámparas.
No puedo negarte que algunos de nosotros las venden muy caras, pero somos
también muchos los que las regalamos, y hay que equilibrar el balance.
—También las lámparas que regalan tienen
luego un mantenimiento muy caro. Ya quisiera yo para mi negocio balances tan positivos como los de la iglesia.
—¡Oh! No juzgues sólo por lo que ves
—protestó el fraile—. Satanás circula a
diario por los pasillos del Vaticano, es cierto, pero es una forma de tenerlo
distraído mientras muchos procuramos ayudar.
—No dudo de sus buenas intenciones, Eusebio.
Y estoy convencido de que hay muchos como usted. Pero la iglesia juega en una
liga llena estrellas millonarias.
—Es el mundo de los hombres —aceptó el
sacerdote—, y nosotros no somos
diferentes de los demás.
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